hubiera podido habría llegado a destruir al Ser Divino con la soberbia! Pongo una semejanza
para hacerme entender, de otra manera no tengo palabras para expresarme: Imaginad un rey y
a sus pies un gusano, que elevándose e inflándose se comienza a creer alguna cosa y que llega
a tal atrevimiento, que elevándose poco a poco, llega a la cabeza del rey y le quiere quitar la
corona para ponérsela sobre su cabeza, luego lo despoja de sus vestiduras reales, lo arroja del
trono y finalmente trata de matarlo. Pero lo peor de este gusano es que él mismo no conoce su
propio ser, se engaña a sí mismo, pues para deshacerse de él sólo se necesita que el rey lo
ponga bajo los pies y lo aplaste, y así terminarían sus días. Esto causa enojo y compasión, y al
mismo tiempo ridiculiza el orgullo de este gusano, si esto se pudiera dar. Así me veía yo ante
Dios, cosa que me llenó de tal confusión y dolor que me sentí renovar en mi corazón el desgarro
que sufría el bendito Jesús.
(17) Después de esto me dejó, y yo sentía tal pena y comprendía que tan feo es este pecado
de soberbia, que es imposible describirlo. Cuando hube meditado muy bien todo esto en mí
misma, mi buen Jesús regresó y me dijo que continuara la confesión de mis culpas, y yo
temblando toda seguí acusándome de los pensamientos, palabras, obras, causas y omisiones,
y cuando veía que yo no podía seguir haciendo la confesión por la pena que sentía de haberlo
ofendido tanto, porque tenía una claridad tan viva delante a aquel Sol divino, especialmente
porque en Él descubría la pequeñez, la nulidad de mi ser y quedaba asombrada de como había
tenido yo tanta osadía, de donde había tomado yo ese valor de ofender a un Dios tan bueno que
en el acto mismo en que lo ofendía, Él me asistía, me conservaba, me alimentaba, y si tenía
algún rencor conmigo, era hacia el pecado que yo hacía, y que odiaba sumamente, en cambio
a mí me amaba inmensamente, me excusaba ante la Divina Justicia, y se ocupaba todo para
quitar aquel muro de división que había producido el pecado entre el alma y Dios. ¡Oh, si todos
pudiesen ver quién es Dios, y quién es el alma en el momento en que se peca, todos morirían
de dolor y creo que el pecado sería exiliado de la tierra!
(18) Entonces, cuando Jesús bendito veía que por la pena no podía más, se retiraba y me
dejaba para que comprendiera muy bien el mal que había hecho, y después regresaba de nuevo
y yo continuaba acusando mis culpas.
(19) ¿Pero quién puede decir todo lo que comprendí, y explicar una por una las diversas
afrentas y los dolores especiales que con mis culpas había ocasionado a Nuestro Señor? Me
siento casi imposibilitada para explicarme y también porque no lo recuerdo muy bien. Cuando
terminé mi acusación, que duró cerca de siete horas, el amable Jesús tomó el aspecto de padre
amorosísimo, y como yo me encontraba agotada de fuerzas por el dolor, y mucho más porque
veía que no era un dolor suficiente para dolerme como convenía a mis culpas, Él para animarme
me dijo:
(20) “Quiero suplir Yo por ti, y aplico a tu alma el mérito del dolor que tuve en el huerto del
Getsemaní. Sólo esto puede satisfacer a la Divina Justicia”.
(21) Después de que aplicó a mi alma su dolor, entonces me pareció estar dispuesta para
recibir la absolución. Toda humillada y confundida como estaba, y postrada a los pies del buen
padre Jesús, con los rayos que enviaba a mi mente trataba de excitarme mayormente al dolor
diciendo, si bien no recuerdo todo: “Grande, sumo ha sido el mal que he hecho hacia Ti. Estas
potencias mías y estos sentidos del cuerpo debían haber sido tantas lenguas para alabarte, ah,
en cambio han sido como tantas víboras venenosas que te mordían y buscaban aun el matarte.
Pero, Padre Santo, perdóname, no quieras arrojarme de Ti por el gran mal que te he hecho
pecando”.
(22) Y Jesús: “Y tú, ¿prometes no pecar más y alejar de tu corazón cualquier sombra de
mal que pudiera ofender a tu Creador?”
(23) Y yo: “Ah sí, con todo el corazón te lo prometo. Más bien quiero mil veces morir que
volver a pecar, nunca más, nunca más”.
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