distinguir al bueno del reo, sino hace conocer quién debe ser más o menos glorioso en el Cielo,
quién debe ocupar un puesto superior o un puesto menor. Todas las otras virtudes están
humildes y reverentes ante la virtud de la cruz, e injertándose con ella reciben mayor lustre y
esplendor”.
(8) ¿Quién puede decir qué llamas de deseos ardientes ponía en mi corazón este hablar de
Jesús? Me sentía devorar por el hambre de sufrir, y Él para satisfacer mis ansias, o bien, para
decirlo mejor, lo que Él mismo me infundía, me renovaba la crucifixión.
(9) Recuerdo que a veces, después de renovadas estas crucifixiones me decía:
(10) “Amada de mi corazón, deseo ardientemente no sólo crucificarte el alma y comunicarte
los dolores de la cruz al cuerpo, sino deseo sellarte también el cuerpo con el sello de mis llagas,
y quiero enseñarte la oración para obtener esta gracia, la oración es esta: “Yo me presento ante
el trono supremo de Dios, bañada en la sangre de Jesucristo, pidiéndole que por el mérito de
sus preclarísimas virtudes y de su Divinidad, me conceda la gracia de crucificarme”.
(11) Y yo, a pesar de que siempre he tenido aversión a todo lo que puede aparecer
exteriormente, como aún la tengo, en el acto en que Jesús decía, esto me sentía infundir tal
anhelo de satisfacer el deseo que Él mismo decía, que también yo me atrevía a decir a Jesús
que me crucificara en el alma y en el cuerpo, y algunas veces le decía: “Esposo Santo, cosas
exteriores no quisiera, y si alguna vez me atrevo a decirlo, es porque Tú mismo me lo dices, y
también para dar una señal al confesor de que eres Tú quien obra en mí. Por lo demás no
quisiera otra cosa sino que aquellos dolores que me haces sufrir cuando me renuevas la
crucifixión, fuesen permanentes, no quisiera esa disminución después de algún tiempo, y sólo
eso me basta, y que de la apariencia externa, por cuanto más lo puedas mantener oculto, tanto
más me contentarás”.
Confesión con Jesús. Luisa se confiesa con Jesús.
(12) Recuerdo confusamente que como le pedía frecuentemente, cuando me encontraba junto
con Nuestro Señor, el dolor de mis pecados y la gracia de que me perdonara todo lo que de mal
había hecho, y a veces llegaba a decirle que estaría contenta cuando de su propia boca me
dijera: “Te perdono todos tus pecados”. Y Jesús bendito, que nada sabe negar cuando es para
nuestro bien, una mañana se hizo ver y me dijo:
(13) “Esta vez quiero hacer Yo mismo el oficio de confesor, y tú me confesarás a Mí todas
tus culpas, y en el momento en que hagas esto te haré comprender uno por uno los dolores que
has dado a mi corazón al ofenderme, a fin de que comprendiendo tú, por cuanto puede una
criatura, qué cosa es el pecado, tomes la resolución de preferir morir que ofenderme. Mientras
tanto tú entra en tu nada y recita el yo pecador”.
(14) Yo, entrando en mí misma, advertía toda mi miseria y mis maldades y ante su presencia
temblaba toda, y me faltaba la fuerza de pronunciar las palabras del yo pecador, y si el Señor
no hubiese infundido en mí nueva fuerza diciéndome: “No temas, si bien soy juez, soy también
tu padre, ánimo, sigamos adelante”. Ahí habría permanecido sin decir ni siquiera una palabra.
Entonces dije el yo pecador toda llena de confusión y de humillación, y como me veía toda
cubierta por mis culpas, dando una mirada descubrí que la culpa que más había ofendido a
Nuestro Señor era la soberbia y por eso dije: “Señor, me acuso ante tu presencia de que he
pecado de soberbia”. Y Él:
(15) “Acércate a mi corazón y pon tu oído, y oirás el desgarro cruel que has hecho a mi
corazón con este pecado”.
(16) Toda temblando puse mi oído sobre su corazón adorable, ¿pero quién puede decir lo
que oí y comprendí en aquel instante? Pero después de tanto tiempo diré sólo alguna cosa
confusamente. Recuerdo que su corazón latía tan fuerte que parecía que quería romperle el
pecho, luego me parecía que se despedazaba y por el dolor quedaba casi destruido. ¡Ah, si
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