crucifixiones ha habido tantas, que es imposible numerarlas todas, diré solamente las cosas
principales relacionadas con esto.
(251) Ahora, regresando Jesús le decía: “Amado, mi Jesús, dame el dolor de mis pecados,
así, mis pecados consumidos por el dolor, por el arrepentimiento de haberte ofendido, pueden
ser borrados de mi alma y también de tu memoria, sí, dame tanto dolor por cuanto he osado
ofenderte. Más bien haz que el dolor supere esto, así podré estrecharme más íntimamente
Contigo”.
(252) Recuerdo que una vez mientras estaba diciendo esto, mi siempre benigno Jesús me
dijo:
(253) “Ya que tanto te disgusta haberme ofendido, quiero Yo mismo disponerte a hacerte
sentir el dolor de tus pecados, y así veas cuán feo es el pecado, y qué acerbo dolor sufrió mi
corazón. Por eso di junto Conmigo: “Si paso el mar, en el mar Tú estás, aunque no te veo; piso
la tierra y estás bajo mis pies, pequé”.
(254) Luego Jesús, en voz baja agregó casi llorando:
(255) “Sin embargo te amé, y al mismo tiempo te conservé”.
(256) Mientras Jesús decía esto y yo lo repetía junto con Él, fui sorprendida por tal dolor por
las ofensas hechas que caí rostro a tierra, y Jesús desapareció.
(257) Pocas fueron las palabras, pero yo entendí tantas cosas que es imposible decir todo
lo que comprendí. En las primeras palabras comprendí la inmensidad, la grandeza, la presencia
de Dios en cada cosa presente, sin que pueda escapar de Él ni siquiera la sombra de nuestro
pensamiento, comprendí también mi nada en comparación de una Majestad tan grande y santa.
En la palabra “pequé”, comprendía la fealdad del pecado, la malicia, la osadía que yo había
tenido al ofenderlo. Ahora, mientras mi alma estaba considerando esto, al oír decir a Jesucristo:
“Y sin embargo te amé y al mismo tiempo te conservé”. Mi corazón fue tomado por tal dolor que
me sentía morir, porque comprendía el amor inmenso que el Señor me tenía en el acto mismo
en que yo buscaba ofenderlo, y aun matarlo. ¡Ah Señor, cómo has sido bueno conmigo, y yo
siempre ingrata y tan mala aún!
(258) Recuerdo que cada vez que venía era un alternarse, ahora le pedía el dolor de mis
pecados, y ahora la crucifixión, y también otras cosas. Como una mañana mientras me
encontraba en mis acostumbrados sufrimientos, mi amado Jesús me transportó fuera de mí
misma y me hizo ver a un hombre que era asesinado a balazos, y que en cuanto expiraba iba al
infierno. ¡Oh, cuánta pena daba a Jesús la pérdida de aquella alma! Si todo el mundo supiera
cuánto sufre Jesús por la pérdida de las almas, no digo por ellas, sino al menos para ahorrar
esa pena a nuestro Señor, usarían todos los medios posibles para no perderse eternamente.
Ahora, mientras junto con Jesús me encontraba en medio de las balas, Jesús acercó sus labios
a mi oído y me dijo:
(259) “Hija mía, ¿quieres tú ofrecerte víctima por la salvación de esta alma y tomar sobre ti
las penas que merece por sus grandísimos pecados?”
(260) Yo respondí: “Señor, estoy dispuesta, pero con el pacto de que lo salves y le restituyas
la vida”. ¿Quién puede decir los sufrimientos que me llegaron? Fueron tales y tantos que yo
misma no sé como quedé con vida. Ahora, mientras me encontraba en este estado de
sufrimientos desde hacía más de una hora, vino mi confesor para llamarme a la obediencia, y
encontrándome muy sufriente, con dificultad pude obedecer, por eso me preguntó la razón de
tal estado, yo le dije el hecho así como lo describí arriba, diciéndole el punto de la ciudad donde
me parecía que había sucedido. El confesor me dijo que era cierto el hecho y que lo daban por
muerto, pero después se supo que estaba gravísimo y que poco a poco se restableció y vive
todavía. Sea siempre bendito el Señor.
(261) Recuerdo que siguiendo con mi petición de la crucifixión y transportándome Jesús
fuera de mí misma, me llevó a los lugares santos de Jerusalén, donde Nuestro Señor padeció
su dolorosa Pasión, y ahí encontramos muchas cruces y mi amado Jesús me dijo: