(246) “Esposa mía, las virtudes se vuelven débiles si no son corroboradas, fortificadas por
el injerto de la cruz. Antes de mi venida a la tierra, las penas, las confusiones, los oprobios, las
calumnias, los dolores, la pobreza, las enfermedades, especialmente la cruz, eran consideradas
como oprobios, pero desde que fueron llevados por Mí, todos quedaron santificados y
divinizados por mi contacto, así que todos han cambiado aspecto y se han vuelto dulces, gratos,
y el alma que tiene el bien de tener alguno de ellos queda honrada, y esto porque ha recibido la
divisa de Mí, Hijo de Dios. Y sólo experimenta lo contrario quien sólo ve y se detiene en la corteza
de la cruz, y encontrando lo amargo se disgusta, se lamenta y parece que le haya llegado una
desgracia, pero quien penetra dentro, encontrando lo sabroso, ahí forma su felicidad. Hija mía
amada, no deseo otra cosa que el crucificarte en el alma y en el cuerpo”.
(247) Y mientras esto decía me sentía infundir tales deseos de ser crucificada con
Jesucristo, que frecuentemente iba repitiendo: “Jesús mío, Amor mío, hazlo pronto, crucifícame
Contigo”. Y cuando regresaba Jesús, las primeras peticiones que le hacía y que me parecían
más importantes eran estas: El dolor de mis pecados y la gracia de que me crucificara con Él.
Me parecía que si obtenía esto habría obtenido todo.
(248) Entonces, una mañana, mi amantísimo Jesús se presentó ante mí Crucificado y me
dijo que quería crucificarme con Él, y mientras esto decía vi que de sus santísimas llagas salieron
rayos de luz, y dentro de estos rayos los clavos que venían hacia mí. Mientras estaba en esto,
no sé por qué, mientras deseaba tanto que me crucificara, tanto que me sentía consumir, fui
sorprendida por un gran temor que me hacía temblar de la cabeza a los pies, sentía tal
aniquilamiento de mí misma, me veía tan indigna de recibir esta gracia, que no me atrevía a
decir: “Señor, crucifícame Contigo”. Parecía que Jesús estaba en suspenso esperando mi
querer. ¿Quién puede decir cómo en lo íntimo de mi alma lo deseaba ardientemente, pero a la
vez me veía indigna? Mi naturaleza se espantaba y temblaba. Mientras me encontraba en esto,
mi amado Jesús intelectualmente me pedía que aceptara, entonces con todo el corazón le dije:
“Esposo santo, crucificado por mí, te pido que me concedas la gracia de crucificarme, y al mismo
tiempo te pido que no hagas aparecer ninguna señal externa. Sí, dame el dolor, dame las llagas,
pero haz que todo quede oculto entre Tú y yo”.
(249) Y así, aquellos rayos de luz junto con los clavos me traspasaron las manos y los pies,
y el corazón fue traspasado con un rayo de luz junto con una lanza. ¿Quién puede decir el dolor
y el contento? Por cuanto antes fui sorprendida por el temor, otro tanto después mi alma nadaba
en el mar de la paz, del contento y del dolor. Era tanto el dolor que sentía en las manos, en los
pies y en el corazón, que me sentía morir; los huesos de las manos y de los pies sentía que me
los hacían pequeñísimos pedazos, sentía como si estuviera un clavo dentro, pero al mismo
tiempo me causaba tal contento, que no sé explicar, y me suministraba tal fuerza, que mientras
me sentía morir por el dolor, esos mismos dolores me sostenían para hacer que no muriera.
Pero en la parte externa del cuerpo nada aparecía, pero sentía los dolores corporalmente, tan
es verdad, que cuando venía el confesor para llamarme a la obediencia y me soltaba los brazos
y las manos contraídos, cada vez que me tocaba en ese punto de las manos, donde había
traspasado el rayo de luz junto con el clavo, sentía penas mortales. Sin embargo cuando el
confesor ordenaba por obediencia que cesaran esos dolores, muchos se mitigaban, porque esos
dolores eran tan fuertes que me hacían perder los sentidos, y si no se hubieran mitigado ante la
obediencia, difícilmente me hubiera prestado a obedecer. ¡Oh prodigio de la santa obediencia,
tú has sido todo para mí! Cuántas veces me he encontrado en contraste con la muerte, tanta
era la fuerza de los dolores, y la obediencia me ha casi restituido la vida. Sea siempre bendito
el Señor, sea todo para gloria suya.
(250) Ahora, mientras me sentía en mí misma, nada veía, pero cuando perdía los sentidos
veía las partes marcadas por las llagas de Jesús, me parecía que las llagas de Jesús mismo se
habían trasladado a mis manos. Esta fue la primera vez que Jesús me crucificó, porque de estas