inconstantes, en cambio la esperanza vuelve al alma firme y estable, como aquellos montes
altos que no se pueden mover ni un poco. A mí me parece que al alma investida por la esperanza
le sucede como a ciertos montes altísimos, que todas las inclemencias del aire no les pueden
hacer ningún daño, sobre de estos montes no penetra ni nieve, ni vientos, ni calor, cualquier
cosa se podría poner sobre ellos, y se puede estar seguro que aunque pasaran cientos de años,
que ahí donde se puso, ahí se encuentra. Así es el alma vestida por la esperanza, ninguna cosa
la puede dañar, ni la tribulación, ni la pobreza, ni todos los accidentes de la vida, a lo más la
desaniman un instante, pero dice entre sí: “Yo todo puedo obrar, todo puedo soportar, todo sufrir
esperando en Jesús que es el objeto de todas mis esperanzas”. La esperanza vuelve al alma
casi omnipotente, invencible y le suministra la perseverancia final, tanto que sólo cesa de
esperar y perseverar cuando ha tomado posesión del reino del Cielo, entonces deja la esperanza
y toda se arroja en el océano inmenso del Amor Divino. Mientras mi alma se perdía en el mar
inmenso de la esperanza, mi amado Jesús regresaba y hablaba de la caridad diciéndome:
(231) “A la fe y a la esperanza se une la caridad, y ésta une todo lo de las otras dos, de
modo de formar una sola mientras que son tres. He aquí, oh esposa mía, simbolizada en las tres
virtudes teologales a la Trinidad de las Divinas Personas”.
(232) Luego prosiguió: “Si la fe hace creer, la esperanza hace esperar, la caridad hace
amar. Si la fe es luz y sirve de vista al alma, la esperanza que es el alimento de la fe suministra
al alma el valor, la paz, la perseverancia y todo lo demás; la caridad que es la sustancia de esta
luz y de este alimento, es como aquel ungüento dulcísimo y olorosísimo que penetrando por
todas partes, aplaca, endulza las penas de la vida. La caridad vuelve dulce el sufrir y hace llegar
al alma aun a desear este sufrimiento. El alma que posee la caridad expande olor por todas
partes, sus obras hechas todas por amor despiden olor gratísimo, ¿y cuál es este olor? Es el
olor de Dios mismo. Las otras virtudes vuelven al alma solitaria y casi rustica con las criaturas;
la caridad en cambio, siendo sustancia que une, une los corazones, ¿pero en dónde? En Dios.
La caridad siendo ungüento olorosísimo se expande por todas partes y por todos. La caridad
hace sufrir con alegría los más despiadados tormentos, y llega a no saber estar sin el sufrir, y
cuando se ve privada de él dice a su esposo Jesús: “Sostenme con los frutos, como es el sufrir,
porque languidezco de amor, ¿y en qué otra manera puedo mostrarte mi amor sino en el sufrir
por Ti? La caridad quema, consume todas las otras cosas, y aun las mismas virtudes, y convierte
todo en ella. En suma, es como reina que quiere reinar en todas partes, y que no quiere ceder
este reinar a ninguno”.
(233) ¿Quién puede decir lo que me quedó después de este hablar de Jesús? Digo sólo
que se encendió en mí tal deseo de sufrir, y no sólo deseo, sino que siento en mí como una
infusión, como una cosa natural, tanto, que tengo para mí como la más grande desgracia el no
sufrir. Después de esto, aquella mañana, Jesús para disponer mayormente mi corazón, habló
sobre el aniquilamiento de mí misma, también me habló sobre el deseo grandísimo que debía
excitarme para disponerme a recibir la gracia. Me decía que el deseo suple a las faltas e
imperfecciones que puedan existir en el alma, que es como un manto que cubre todo. Pero esto
no era un hablar simplemente, era un infundir en mí lo que decía.
(234) Mientras mi alma estaba excitándose en encendidos deseos de recibir la gracia que
Jesús mismo me quería hacer, Él regresó y me transportó fuera de mí misma, hasta el paraíso,
y ahí, ante la presencia de la Santísima Trinidad y de toda la corte celestial renovó los
desposorios. Jesús sacó el anillo adornado con tres piedras preciosas, blanca, roja y verde y lo
entregó al Padre quien lo bendijo y lo devolvió al Hijo, el Espíritu Santo me tomó la mano derecha
y Jesús me puso el anillo en el dedo anular. Después fui admitida al beso de la Tres Divinas
Personas y me bendijeron.
(235) ¿Quién puede decir mi confusión cuando me encontré delante de la Santísima
Trinidad? Sólo digo que en cuanto me encontré ante su presencia caí rostro en tierra y ahí habría