aterrados. Los mismos ángeles estaban a mi alrededor con tal veneración que yo misma
quedaba confundida y toda llena de vergüenza.
(212) La mañana de dicho día, Jesús se hizo ver de nuevo todo afable, dulce y majestuoso,
junto con su Madre Santísima y Santa Catalina. Primero los ángeles cantaron un himno, Santa
Catalina me asistía, la Mamá me tomó la mano y Jesús puso en mi dedo el anillo, después nos
abrazamos y me besó, y así hizo también la Mamá. Después tuvimos un coloquio todo de amor,
Jesús me hablaba del gran amor que me tenía, y yo le decía a Él también del amor con el que
lo quería. La Santísima Virgen me hizo comprender la gran gracia que había recibido y la
correspondencia que debía dar al Amor de Jesús.
(213) Mi esposo Jesús me dio nuevas reglas para vivir más perfectamente, pero como ha
pasado mucho tiempo no las recuerdo muy bien, por eso no las digo, y así terminó aquel día.
(214) ¿Quién puede decir las finezas de amor que Jesús hacía a mi alma? Eran tales y
tantas, que es imposible describirlas, pero lo poco que recuerdo trataré de decirlo. A veces
transportándome con Él me llevaba al Paraíso, y ahí escuchaba los cánticos de los
bienaventurados, veía a la Divinidad, a los diversos coros de los ángeles, las órdenes de los
santos, todos inmersos, absorbidos e identificados en la Divinidad de Dios. Me parecía que en
torno al trono había muchas luces, como si fueran más que soles resplandecientes y a claras
notas estas luces denotaban todas las virtudes y los atributos de Dios. Los bienaventurados
reflejándose en una de estas luces quedaban raptados, pero no llegaban a penetrar toda la
inmensidad de aquella luz, de modo que pasaban a una segunda luz sin comprender a fondo la
primera. Así que los bienaventurados en el Cielo no pueden comprender perfectamente a Dios,
porque es tanta la Inmensidad, la Grandeza, la Santidad de Dios, que mente creada no puede
comprender a un Ser increado. Ahora, los bienaventurados reflejándose en estas luces, me
parecía que venían a participar en las virtudes de estas luces, así que el alma en el Cielo se
asemeja a Dios, con esta diferencia: Que Dios es aquel Sol grandísimo, y el alma es un pequeño
sol. ¿Pero quién puede decir todo lo que en esa beata morada se comprende? Mientras el alma
se encuentra en esta cárcel del cuerpo es imposible, mientras en la mente se escucha algo, los
labios no encuentran palabras para poderse explicar, me parece como un niño que empieza a
balbucear, que quisiera decir tantas y tantas cosas, pero al fin resulta que no sabe decir ni una
palabra clara, por eso pongo punto sin ir más allá. Sólo diré que a veces mientras me encontraba
en aquella bienaventurada patria, paseaba junto con Jesús en medio de los coros de los ángeles
y de los santos, y como yo era nueva esposa todos los bienaventurados se unían con nosotros
para participar en las alegrías de nuestro desposorio, me parecía que olvidaban sus contentos
para ocuparse de los nuestros, y Jesús me mostraba a los santos diciéndoles:
(215) “Vean esta alma, es un triunfo de mi Amor, mi Amor todo ha superado en ella”.
(216) Otras veces me hacía ponerme en el lugar que me tocaba y me decía: “Este es tu
lugar, nadie te lo puede quitar”. Y a veces yo llegaba a creer que no debía volver más a la tierra,
pero en un simple instante me encontraba encerrada en el muro de este cuerpo. ¿Quién puede
decir cuán amargo me resultaba este regresar? A mí me parecía, por las cosas del Cielo, que
las de esta tierra todo era podredumbre, insípido, fastidioso; las cosas que tanto deleitan a los
demás, para mí resultaban amargas, las personas más amadas, más respetables, que los
demás quién sabe qué hubieran hecho para entretenerse con ellas, a mí me resultaban
indiferentes y hasta fastidiosas, sólo viéndolas como imágenes de Dios me parecía que podía
soportarlas, pero mi alma había perdido toda satisfacción, ninguna cosa le daba la menor
sombra de contento, y era tanta la pena que sentía que no hacía más que llorar y lamentarme
con mi amado Jesús. ¡Ah! Mi corazón vivía inquieto, entre continuas ansias y deseos, me lo
sentía más en el Cielo que en la tierra, sentía en mi interior una cosa que me roía continuamente,
tanto, que me resultaba amargo y doloroso tener que continuar viviendo. Pero la obediencia
puso un freno a estas penas mías, mandándome absolutamente que no deseara morir, y que
sólo debía morir cuando el confesor me diera la obediencia. Entonces para cumplir esta santa
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