cesando nuestra vida, nuestras almas van a hacer su morada en el Cielo, en el seno de Dios, y
nuestros cuerpos quedan consumidos, así que se puede decir que no existen más, pero después
con un prodigio de la Omnipotencia de Dios, nuestros cuerpos adquirirán nueva vida, y
uniéndose con el alma irán juntos a gozar la bienaventuranza eterna. ¿Se puede dar cosa más
consoladora para el corazón humano, que no sólo el alma, sino también el cuerpo debe
complacerse en los eternos contentos? A mí me parece que en aquel gran día sucederá como
cuando el cielo está estrellado y sale el sol, ¿qué sucede? El sol, con su inmensa luz absorbe
las estrellas y las hace desaparecer, pero las estrellas existen. El sol es Dios y todas las almas
bienaventuradas son estrellas, Dios con su inmensa luz nos absorberá a todos en Sí, de modo
que existiremos en Dios y nadaremos en el mar inmenso de Dios. ¡Oh, cuántas cosas nos dice
Jesús en el Sacramento! ¿Pero quién puede decirlas todas? Ciertamente me extendería
demasiado, si el Señor lo permite reservaré para otra ocasión decir alguna otra cosa.
Desposorio. El desposorio con Jesús.
(205) Ahora, en estas salidas del cuerpo que el Señor me hacía hacer, a veces me renovaba
la promesa del desposorio ya dicho. ¿Quién puede decir los encendidos deseos que el Señor
infundía en mí de que se efectuara este místico desposorio? Muchas veces le rogaba diciéndole:
“Esposo dulcísimo, hazlo pronto, no retrases más mi íntima unión Contigo, ah, estrechémonos
con vínculos más fuertes de amor, de modo que nadie nos pueda separar ni por pocos
instantes”. Y Jesús ahora me corregía de una cosa, ahora de otra. Recuerdo que un día me dijo:
(206) “Todo lo que es terreno, todo, todo debes quitar, no sólo de tu corazón sino también
de tu cuerpo, tú no puedes entender cuan dañino es y qué impedimentos son a mi Amor aun las
mínimas sombras terrenas”.
(207) Yo enseguida le dije: “Si tengo alguna otra cosa que quitar, dímelo, porque estoy
dispuesta a hacerlo”. Pero mientras esto decía, yo misma advertí que tenía un anillo de oro en
el dedo que representaba la imagen del Crucificado, e inmediatamente le dije: “Esposo santo,
¿quieres que me lo quite?” Y Él me dijo:
(208) “Debiéndote dar Yo un anillo más precioso, más bello, y en el que a lo vivo estará
impresa mi imagen, tanto que cada vez que lo veas nuevas flechas de amor recibirá tu corazón,
por eso este anillo no es necesario”.
(209) Y yo prontamente me lo quité. Finalmente llegó el suspirado día, después de no poco
sufrir. Recuerdo que faltaba poco para cumplir el año de estar continuamente en la cama, era
día de la Pureza de María Santísima. La noche precedente de ese día, mi amante Jesús se hizo
ver en actitud festiva, se acercó a mí y tomó mi corazón entre sus manos y lo miró y miró, lo
desempolvó y después me lo restituyó de nuevo. Después tomó una vestidura de inmensa
belleza, me parecía que el fondo era como de oro veteado de varios colores y me vistió con ella,
después tomó dos gemas como si fueran aretes y los puso en mis orejas, luego me adornó el
cuello y los brazos y me ciñó la frente con una corona de inmenso valor, adornada de piedras y
gemas preciosas, toda resplandeciente de luz, y me parecía que esas luces eran tantas voces
que resonaban entre ellas y a claras notas hablaban de la belleza, potencia, fuerza y de todas
las otras virtudes de mi esposo Jesús. ¿Quién puede decir lo que comprendí y en qué mar de
consuelo nadaba mi alma? Es imposible poderlo decir. Ahora, mientras Jesús me ciñó la frente
me dijo:
(210) “Esposa dulcísima, esta corona te la pongo a fin de que nada falte para hacerte digna
de ser mi esposa, pero después de que se realice nuestro desposorio me la llevaré al Cielo para
reservártela para el momento de la muerte”.
(211) Finalmente tomó un velo y con él me cubrió toda, desde la cabeza hasta los pies y
así me dejó. ¡Ah! Me parecía que en ese velo hubiera un gran significado, porque los demonios
al verme cubierta con él quedaban tan espantados y sentían tal miedo de mí, que huían