he dicho muchos desatinos, ¿pero qué quieres de mí? Perdóname, es la obediencia que así lo
quiere, por mí no me hubiera atrevido a decir ni una palabra, conociendo mi incapacidad.
(194) Ahora, mientras veía a Jesús con el aspecto ya descrito, de su boca me envió un
aliento que me investía toda el alma, y me parecía que Jesús me atraía con ese aliento tras Él
y comencé a sentir que el alma salía del cuerpo, me la sentía realmente salir de todas partes,
de la cabeza, de las manos y hasta de los pies, siendo ésta la primera vez que me sucedía,
dentro de mí comencé a decir: “Ahora muero, el Señor ha venido a llevarme”. Cuando me vi
fuera del cuerpo, el alma tenía la misma sensación del cuerpo, con esta diferencia, que el cuerpo
contiene carne, nervios y huesos, el alma no, es un cuerpo de luz, por tanto sentí un temor, pero
Jesús continuaba enviándome ese aliento y me dijo:
(195) “Si tanto te da pena el estar privada de Mí, ahora ven junto Conmigo porque quiero
consolarte”.
(196) Y Jesús tomó su vuelo y yo tomé el mío junto, a Él, giramos por toda la bóveda del
cielo. ¡Oh! Cómo era bello pasear junto con Jesús, ahora apoyaba la cabeza sobre su hombro
y con un brazo detrás de su espalda y con la otra mano en su mano, ahora se apoyaba Jesús
en mí, cuando llegábamos a ciertos lugares donde la iniquidad más abundaba, ¡oh, cuánto sufría
mi buen Jesús!, yo veía con más claridad los sufrimientos de su corazón adorable, lo veía casi
desfallecer, y le decía: “Apóyate en mí y hazme partícipe de tus penas, pues no resiste mi alma
el verte sufrir solo”. Y Jesús me decía:
(197) “Amada mía, ayúdame que no puedo más”.
(198) Y mientras así decía acercaba sus labios a los míos y vertía una amargura tal, que
sentía penas mortales cuando entraba en mí ese licor tan amarguísimo; sentía entrar como
tantos cuchillos, puntas, saetas que me traspasaban de lado a lado, en suma, en todos mis
miembros se formaba un dolor atroz y volviendo el alma al cuerpo le participaba estos
sufrimientos al cuerpo, ¿quién puede decir las penas? Sólo Jesús mismo que era testigo, porque
los demás no podían mitigar mis penas estando en aquel estado de pérdida de los sentidos, y
se esperaba cuando estaba presente el confesor, porque también con la obediencia se
mitigaban. Por tanto sólo Jesús me podía ayudar cuando veía que mi naturaleza no podía más
y que llegaba propiamente a los extremos y no me quedaba más que dar el último respiro. ¡Oh,
cuántas veces la muerte se ha burlado de mí, pero vendrá un día en que yo me burlaré de ella!
Entonces venía Jesús, me tomaba entre sus brazos, me acercaba a su corazón, y oh, como me
sentía regresar la vida, después, de sus labios vertía un licor dulcísimo, y así se mitigaban las
penas. Otras veces, mientras me llevaba junto con Él girando, si eran pecados de blasfemias,
contra la caridad y otros, vertía ese amargo venenoso; si eran pecados de deshonestidad, vertía
una cosa de podredumbre apestosa, y cuando volvía en mí misma sentía tan bien aquella peste,
y era tanto el hedor que me revolvía el estómago y me sentía desfallecer, y a veces tomando el
alimento, cuando lo devolvía, sentía que salía de mi boca aquella podredumbre mezclada con
el alimento. Alguna vez me llevaba a las iglesias, y también ahí mi buen Jesús era ofendido. Oh,
como llegaban mal a su corazón aquellas obras, santas, sí, pero descuidadamente hechas,
aquellas oraciones vacías de espíritu interior, aquella piedad fingida, aparente, parecía que más
bien insultaban a Jesús en vez de darle honor. ¡Ah! Sí, aquel corazón santo, puro, recto, no
podía recibir esas obras tan mal hechas. ¡Oh! cuántas veces se lamentaba diciendo:
(199) “Hija, también la gente que se dice devota, mira cuántas ofensas me hacen, aun en
los lugares más santos, al recibir los mismos Sacramentos, en vez de salir purificados salen más
enfangados”.
(200) ¡Ah! Sí, cuánta pena daba a Jesús ver gente que comulgaba sacrílegamente,
sacerdotes que celebraban el Santo Sacrificio de la misa en pecado mortal, por costumbre, y
algunos, da horror decirlo, por fines de interés. ¡Oh! Cuántas veces mi Jesús me ha hecho ver
estas escenas tan dolorosas. Cuántas veces mientras el sacerdote celebraba el Sacrosanto
Misterio, Jesús es obligado a bajar, porque era llamado por la potestad sacerdotal, a las manos
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