(191) Un día, mientras estábamos en esto y era tanta la pena que yo sentía que no podía
dejar de llorar, mi buen Jesús me dijo:
(192) “Quiero contentarte en todo, me siento tan atraído hacia ti que no puedo hacer menos
que hacer lo que tú quieres. Si hasta ahora te he quitado la vida exterior y me he manifestado a
ti, ahora quiero atraer tu alma hacia Mí, a fin de que dondequiera que Yo vaya puedas venir junto
Conmigo, así podrás gozarme más y estrecharte más íntimamente a Mí, lo que no has hecho
en el pasado”.
(193) Una mañana, no recuerdo muy bien, creo que habían pasado cerca de tres meses
desde que empecé a estar continuamente en la cama, mientras estaba en mi acostumbrado
estado, vino mi dulce Jesús con un aspecto todo amable, como un joven, como de dieciocho
años. ¡Oh cómo era bello!, con su cabellera dorada y toda rizada, parecía que encadenaba los
pensamientos, los afectos, el corazón. Su frente serena y amplia, donde se miraba como dentro
de un cristal el interior de su mente, y se descubría su infinita sabiduría, su paz imperturbable.
¡Oh cómo me sentía tranquilizar mi mente, mi corazón, es más, mis mismas pasiones ante Jesús
caían por tierra y no se atrevían a darme la mínima molestia. Yo creo, no sé si me equivoco, que
no se puede ver a este Jesús tan bello si no se está en la calma más profunda, tanto que el
mínimo asomo de intranquilidad impide tener una vista tan bella. ¡Ah sí! al solo ver la serenidad
de su frente adorable, es tanta la infusión de paz que se recibe en el interior, que creo que no
hay desastre, guerra más feroz que ante Jesús no se calme. Oh mi todo y bello Jesús, si por
pocos momentos que te manifiestas en esta vida comunicas tanta paz, de modo que se pueden
sufrir los más dolorosos martirios, las penas más humillantes con la más perfecta tranquilidad,
me parece una mezcla de paz y de dolor, ¿qué será en el Paraíso? Oh, cómo son bellos sus
ojos purísimos, centellantes de luz; no es como la luz del sol que queriendo mirarla daña nuestra
vista, no, en Jesús mientras es luz, se puede muy bien fijar la mirada, y con sólo mirar el interior
de su pupila, de un color celeste oscuro, oh, cuántas cosas me decía. Es tanta la belleza de sus
ojos, que una sola mirada suya basta para hacerme salir fuera de mí misma, y hacerme correr
tras Él por caminos y por montes, por la tierra y por el cielo, basta una sola mirada para
transformarme en Él y sentir descender en mí algo de Divino. ¿Quién puede decir además la
belleza de su rostro adorable? Su tez blanca parecida a la nieve teñida de un color de rosas, de
las más bellas; en sus mejillas sonrosadas se descubre la grandeza de su persona, con un
aspecto majestuosísimo y todo Divino, que infunde temor y reverencia, y al mismo tiempo da
tanta confianza, que en cuanto a mí jamás he encontrado persona alguna que me dé al menos
una sombra de la confianza que da mi amado Jesús, ni en mis papás, ni en los confesores, ni
en mis hermanas. Ah sí, ese rostro santo, mientras es tan majestuoso, al mismo tiempo es tan
amable, y esa amabilidad atrae tanto, de modo que el alma no tiene la mínima duda de ser
acogida por Jesús, por cuán fea y pecadora se vea. Bella es también su nariz afilada,
proporcionada a su sacratísimo rostro. Graciosa es su boca, pequeña, pero extremadamente
bella, sus labios finísimos de un color escarlata, mientras habla contiene tanta gracia que es
imposible poderlo describir. Es dulce la voz de mi Jesús, es suave, es armoniosa, mientras habla
sale de su boca un perfume tal, que parece que no se encuentra sobre la tierra, es penetrante,
en modo que penetra todo, se siente descender por el oído al corazón, y oh, cuántos afectos
produce, ¿pero quién puede decirlo todo? Además es tan agradable que creo que no se pueden
encontrar otros placeres como los que se pueden encontrar en una sola palabra de Jesús. La
voz de mi Jesús es potentísima, es obrante, y en el mismo acto que habla obra lo que dice. Ah
sí, es bella su boca, pero muestra más su hermosa gracia en el acto de hablar, entonces se ven
sus dientes tan nítidos y bien alineados, y exhala su aliento de amor que incendia, saetea,
consume el corazón. Bellas son sus manos, suaves, blancas, delicadísimas, con sus dedos
proporcionados, y los mueve con una maestría tal, que es un encanto. ¡Oh, cómo eres bello,
todo bello, oh mi dulce Jesús! Lo que he dicho de tu belleza es nada, es más, me parece que
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