(178) En el mismo instante de decir estas palabras, me sentí circundada por sufrimientos
como por un vestido, y por mí misma no pude liberarme, pensaba entre mí: “¿Qué dirá el
confesor?” Pero no estaba más en mi poder. Aquella leche que Jesús vertió en mí me producía
tal amor hacia Él, que me sentía languidecer, y sentía tanta saciedad y dulzura, que después de
que vino el confesor y me hizo volver de aquel estado, y la familia me llevó alimento, me sentía
tan satisfecha que el alimento no bajaba, pero para cumplir la obediencia que así quería, tomé
un poco, pero pronto fui obligada a devolverlo, mezclado con aquella leche dulce que me había
dado Jesús. y Él como bromeando me dijo:
(179) “¿No te bastó lo que te he dado? ¿No estás contenta aún?” Yo me ruborice toda, pero
rápido le dije: “¿Qué quieres de mí? Es la obediencia”. Cuando vino el confesor se empezó a
intranquilizar y a decirme que era desobediente, o bien me decía: “Es una enfermedad. Si fuera
cosa de Dios te habría hecho obedecer, por eso en vez de llamar al confesor debes llamar a los
médicos”. Cuando él terminó de hablar, yo le dije todo lo que me había dicho el Señor, como he
dicho arriba, y él me dijo que era verdad que había guerra entre África e Italia, y dijo: Veremos
si no pasa nada”. Y así quedó persuadido de hacerme continuar sufriendo.
(180) Después de cerca de cuatro meses, un día vino el confesor y me dijo que habían
llegado noticias de que la guerra que había entre África e Italia, sin hacerse ningún daño entre
ellas, había terminado, firmando la paz. Así el confesor quedó más persuadido y me dejó quedar
en paz
(181) Entonces mi dulce Jesús no hacía otra cosa que disponerme a aquel místico
desposorio que me había prometido, se hacía ver estando yo en ese estado, a veces tres o
cuatro veces al día, según le placía, y a veces era un continuo ir y venir, me parecía un
enamorado que no sabe estar sin su esposa, así hacía Jesús conmigo, y a veces llegaba a
decírmelo:
(182) “Mira, te amo tanto que no sé estar si no vengo, me siento casi inquieto pensando
que tú estás sufriendo por Mí y que estás sola, por eso he venido para ver si tienes necesidad
de alguna cosa”.
(183) Y mientras así decía, Él mismo me levantaba la cabeza, ponía su brazo detrás de mi
cuello y me abrazaba, y mientras así me tenía, me besaba, y si era tiempo de verano y hacía
calor, de su boca mandaba un aliento refrescante, o bien tomaba alguna cosa en su mano y me
abanicaba y después me preguntaba:
(184) “¿Cómo te sientes? ¿No te sientes mejor?”.
(185) Yo le decía: “En cualquier modo que se está Contigo se está siempre bien”. Otras
veces venía, y si me veía muy débil por el continuo estar en aquellos sufrimientos, especialmente
si el confesor venía en la noche, mi amante Jesús venía, y viéndome en aquel estado de extrema
debilidad, tanto que a veces me sentía morir, se acercaba a mí y de su boca vertía en la mía
aquella leche, o bien me hacía ponerme a su costado y yo chupaba torrentes de dulzuras, de
delicias y de fortaleza, y Él me decía:
(186) “Quiero ser propiamente Yo tu todo, y también tu alimento del alma y del cuerpo”.
(187) ¿Quién puede decir lo que yo experimentaba, tanto en el alma como en el cuerpo,
por estas gracias que Jesús me hacía? Si yo lo quisiera decir me extendería demasiado.
Recuerdo que a veces cuando no venía pronto, me lamentaba con Él diciéndole: “Ah, Esposo
Santo, como me has hecho esperar, tanto que no podía resistir más, me sentía morir sin Ti”. Y
mientras así decía, era tanta la pena que sentía que lloraba, y Él toda me compadecía, me
enjugaba las lágrimas, me besaba, me abrazaba y decía:
(188) “No quiero que llores. Mira, ahora estoy contigo, dime qué quieres”.
(189) Yo le decía: “No quiero otra cosa que a Ti, y sólo dejaré de llorar cuando me prometas
que no me harás esperar tanto”.
(190) Y Él me decía: “Sí, sí, te contentaré”.