(138) Después de esto me vino otra mortificación, y fue la de tener que cambiar confesor,
porque siendo él religioso fue llamado al convento. Yo estaba contenta con él, y la mayor parte
de las cosas dichas arriba sucedían cuando él estaba en el campo, especialmente el último año
que fue mi confesor, pues por el cólera que había en la ciudad permaneció seis meses en el
campo; por eso no participó tanto en esas cosas, él me hacía estar un día en ese estado de
sufrimientos y venía. Después de volver del campo no pasó ni un mes cuando supo que debía
irse; esto fue doloroso para mí, no porque estuviera apegada a él, sino por la necesidad que
tenía. Entonces dije al Señor mi pena, y Él me dijo:
(139) “No te aflijas por esto, Yo soy el dueño de los corazones, y puedo moverlos como a
Mí me parece y me place. Si él te ha hecho el bien no ha sido más que un instrumento que
recibía de Mí y te lo daba a ti, así haré con los demás, ¿de qué temes entonces? Amada mía,
mientras tú tengas tu mirada puesta, ahora a la derecha, ahora a la izquierda, y la dejes que se
pose ahora en una cosa, ahora en otra, y no la mantengas fija en Mí, no podrás caminar
libremente el camino del Cielo, sino que irás siempre tropezando y no podrás seguir el influjo de
la gracia. Por eso quiero que con santa indiferencia mires todas las cosas que suceden en torno
a ti, estando toda atenta solamente a Mí”.
(140) Después de estas palabras mi corazón adquirió tanta fuerza, que poco o nada sufrí
por la pérdida de ese confesor que tanto bien había hecho a mi alma. Así fue como cambié
confesor y volví al que me confesaba cuando era pequeña. Sea siempre bendito el Señor, que
se sirve de esos mismos caminos que a nosotros nos parecen contrarios y que casi como que
deberían llevar un daño a nuestra alma, para nuestro mayor bien y para su gloria. Así sucedió
que comencé a abrirle a él mi alma, porque hasta ese momento no había dicho nada a ninguno,
por cuanto me dijeran no lo lograba, más bien más impotente me veía para decir las cosas de
mi interior, era tanta la vergüenza que sentía al solo pensar en decir estas cosas, que me era
más fácil decir los más feos pecados. De dónde procedía esto, no sé decirlo, por parte del
confesor creo que no, porque él era muy bueno, me inspiraba confianza, era dulce y paciente
para escuchar, tomaba cuidado detallado de mi alma, tenía la mirada en todo para que se
pudiera caminar derecho. Por parte mía tampoco, porque sentía un obstáculo en mi alma y tenía
toda la voluntad de vencerlo y de saber al menos como pensaba el confesor, pero me sentía
imposibilitada para hacerlo. Yo creo que fue una permisión del Señor.
(141) Entonces encontrándome con el nuevo confesor, empecé, poco a poco a abrir mi
interior, el Señor muchas veces me ordenaba que manifestara al confesor lo que Él me decía, y
cuando yo no lo hacía, el Señor me reprendía severamente y a veces llegaba a decirme que si
no lo hacía, Él no vendría más; esto es para mí la pena más amarga, ante la cual todas las
demás penas no me parecen más que hilos de paja; por eso, tanto era el temor de que no
volviera más, que hacía cuanto más podía para manifestar mi interior. Es verdad que a veces
me costaba mucho, pero el temor de perder a mi amado Jesús me hacía superar todo. Por parte
del confesor también me veía empujada a decirle de donde procedía tal estado mío, qué cosa
me sucedía cuando estaba en aquel adormecimiento y cuál era la causa; ahora me ordenaba
manifestarlo, ahora me obligaba con precepto de obediencia, y luego me ponía delante el temor
de que pudiese vivir en la ilusión y en el engaño, viviendo para mí misma, mientras que si lo
manifestaba al sacerdote podría estar más segura y tranquila, y que el Señor no permite jamás
que el sacerdote se engañe cuando el alma es obediente. Así, Jesucristo me empujaba por una
parte y el confesor por la otra; a veces me parecía que se ponían de acuerdo entre ellos. Así
pude llegar a manifestar mi interior. Esto no lo hacía el confesor anterior, no me hacía ninguna
pregunta, no trataba de saber qué cosas me sucedían en aquel estado de adormecimiento, por
lo que yo misma no sabía como empezar a hablar de estas cosas. El único cuidado que tomaba
era que estuviese resignada, uniformada al Querer de Dios, que soportara la cruz que el Señor
me había dado, tanto que si a veces me veía un poco fastidiada, experimentaba gran disgusto.
25 sig