no es el demonio, y si es él, el sacerdote te libera. Así dándome la obediencia y persignándome
con la cruz y ayudándome a mover los brazos, porque sentía todo el cuerpo petrificado como si
se hubiera convertido todo en una sola pieza, logró que los brazos recobraran el movimiento,
logró hacer que la boca se abriera luego de que estaba inmóvil para todo. Esto lo atribuí a la
santidad de mi confesor, que en verdad era un santo sacerdote, lo consideré casi un milagro,
tanto que decía entre mí misma: “Mira, estabas a punto de morir”. Porque en realidad me sentía
mal, y si hubiese durado aquel estado, yo creo que habría dejado la vida. Si bien recuerdo que
estaba resignada y cuando me vi liberada sentí un cierto pesar porque no había muerto.
(125) Después de que el confesor se fue, y yo quedé libre volví al mismo estado de antes,
y así sucedía que pasaba, a veces semanas, a veces quince días y hasta meses en que era
sorprendida de vez en cuando por aquel estado durante el día, pero por mí misma lograba
liberarme; después cuando era sorprendida con más frecuencia, como dije más arriba, entonces
los familiares mandaban llamar al confesor, pues habían visto que la primera vez había quedado
liberada por él, cuando todos creían que no me habría de recuperar más de aquel estado, y en
cambio hasta pude ir a la iglesia, debido a esto llamaban al confesor y entonces quedaba libre.
Nunca me pasó por la mente que para tal estado se necesitara el sacerdote para liberarme, ni
que mi mal fuera una cosa extraordinaria; es cierto que cuando perdía los sentidos veía a
Jesucristo, pero esto lo atribuía a la bondad de Nuestro Señor y decía para mí misma: “Mira
cuán bueno es el Señor hacia mí, que en este estado de sufrimientos viene a darme la fuerza,
de otra manera ¿cómo podría sostenerme, quién me daría la fuerza?” También es cierto que
cuando debía caer en ese estado, en la mañana en la Comunión Jesús me lo decía, y cayendo
en ese estado de Él mismo me venían los sufrimientos, pero no le daba importancia a nada. Con
sólo pensar alguna vez en decirlo al confesor yo creía ser el alma más soberbia que existiera en
el mundo si me atrevía a hablar de estas cosas de ver a Jesucristo; y sentía tal vergüenza que
fue imposible decir algo a ese confesor a pesar de lo bueno y santo que era. Tan es verdad, que
no creía que se necesitara al sacerdote para liberarme y que esto sucedía por la santidad del
confesor, que cuando llegó el tiempo, él se fue al campo, entonces una mañana, después de la
Comunión el Señor me hizo entender que debía ser sorprendida por ese estado, me invitó a
hacerle compañía con participar en sus penas, pero yo súbito le dije: “Señor, ¿cómo haré? El
confesor no está, ¿quién me debe liberar? ¿Quieres acaso hacerme morir?” Y el Señor me dijo
solamente:
(126) “Tu confianza debe estar sólo en Mí, estate resignada, pues la resignación hace al
alma luminosa, hace estar en su lugar a las pasiones, de modo que Yo, atraído por esos rayos
de luz, voy al alma y la uniformo toda en Mí, y la hago vivir de mi misma Vida”.
(127) Yo me resigné a su Santa Voluntad, ofrecí aquella Comunión como la última de mi
vida, le di el último adiós a Jesús en el Sacramento, y si bien estaba resignada, pero mi
naturaleza lo sentía tanto, que todo aquel día no hice otra cosa que llorar y pedir al Señor que
me diese la fuerza. En verdad me resultó demasiado amargo todo ese hecho, y sin pensarlo ni
saberlo me encontré con una nueva y pesada cruz que creo que haya sido la más pesada que
he tenido en mi vida. Mientras estaba en aquel estado de sufrimientos, yo no pensaba en otra
cosa más que en morir y en hacer la Voluntad de Dios. Los familiares, que también sufrían al
verme en aquel estado, trataron de llamar algún sacerdote, pero ninguno quiso venir, uno por
una cosa, y otro por otra; después de diez días vino el sacerdote que me confesaba cuando era
pequeña, y sucedió que también él me hizo salir de ese estado, y entonces me di cuenta de la
red en la que el Señor me había envuelto.
(128) De aquí me vino una guerra por parte de los sacerdotes, quién decía que era
fingimiento, quién que se necesitaban los palos, otros que quería pasar por santa, quién
agregaba que estaba endemoniada y muchas otras cosas, que decirlas todas sería hacer
demasiado larga la historia. Con estas ideas en sus mentes, cuando sucedían los sufrimientos
y la familia mandaba llamar a alguno, no querían venir, diciendo todas aquellas cosas, y la pobre
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