(119) “Mi buen Jesús, cuánto han aumentado mis penas, hasta de las cosas más amadas
estoy privada, como son los Sacramentos. Jamás pensé que debía llegar a esto, quién sabe
donde iré a terminar. ¡Ah! Dame ayuda y fuerza, porque mi naturaleza desfallece”. Muchas veces
se dignaba bondadosamente decirme algunas palabras, por ejemplo:
(120) “Yo soy tu ayuda, ¿de qué temes? ¿No recuerdas que también Yo sufrí de parte de
toda clase de gente? Unos pensaban de Mí de un modo, y otros de otro, las cosas más santas
que Yo hacía eran juzgadas por ellos como defectuosas, malas, hasta me dijeron que era un
endemoniado, tanto que me veían con ojos siniestros, me tenían entre ellos pero de mala gana,
y maquinaban entre ellos quitarme la vida lo más pronto posible, porque mi presencia se había
vuelto intolerable para ellos. Entonces, ¿no quieres que te haga semejante a Mí haciéndote sufrir
por parte de las criaturas?”.
(121) Y así pasé algunos años sufriendo por parte de las criaturas, de los demonios y
directamente de Dios, a veces llegaba a tanta amargura por parte de las criaturas, y por el modo
como pensaban, que tenía vergüenza de que me viera cualquier persona, tanto, que mi más
grande sacrificio era aparecer en medio a las personas; tanta era la vergüenza y la confusión
que me sentía atontada. Hubo otras visitas de otros médicos, pero no sirvieron para nada, a
veces derramando amargas lágrimas le decía con todo el corazón: “Señor, como se han vuelto
públicos mis sufrimientos, ahora no sólo la familia lo sabe sino también los extraños me veo toda
cubierta de confusión, me parece que todos me señalan con el dedo, como si estos sufrimientos
fueran las más malas acciones, yo misma no sé decir qué cosa me sucede. ¡Ah! Sólo Tú puedes
liberarme de tal publicidad y hacerme sufrir ocultamente. Te lo pido, te lo suplico, escúchame
favorablemente”.
(122) A veces también el Señor mostraba no escucharme y aumentaban mis penas, otras
veces me compadecía diciéndome:
(123) “Pobre hija, ven a Mí que te quiero consolar, tú tienes razón en que sufres, pero es
que no recuerdas, que también Yo, oh, cuánto más sufrí. Hasta cierto momento mis penas fueron
ocultas, pero cuando llegó la Voluntad del Padre de sufrir en público, rápidamente salí a
encontrar confusiones, oprobios, desprecios, hasta ser despojado de mis vestidos, estar
desnudo en medio a un pueblo numerosísimo, ¿podrías tú imaginar confusión más grande que
ésta? Mi naturaleza sentía mucho esta clase de sufrimientos, pero tenía los ojos fijos a la
Voluntad del Padre, y ofrecía esas penas en reparación de tantos que cometen las más nefandas
acciones públicamente, ante los ojos de muchos, vanagloriándose sin la más mínima vergüenza,
y le decía: “Padre, acepta mis confusiones y mis oprobios en reparación de tantos que tienen la
desfachatez de ofenderte tan libremente sin el mínimo disgusto; perdónalos, dales luz a fin de
que vean la fealdad del pecado y se conviertan”. También a ti te quiero hacer partícipe de esta
clase de sufrimientos. ¿No sabes tú que los más bellos regalos que puedo dar a las almas que
amo son las cruces y las penas? Tú eres niña aún en el camino de la cruz, por eso te sientes
demasiado débil, cuando hayas crecido y hayas conocido cuán precioso es el sufrir, entonces
te sentirás más fuerte. Por eso apóyate en Mí, repósate porque así adquirirás fuerza”.
(124) Después de que pasé algún tiempo en este estado descrito arriba, cerca de seis o
siete meses, los sufrimientos se acrecentaron más, tanto que me vi obligada a estarme en la
cama, frecuentemente se multiplicaba aquel estado de perder los sentidos, y casi no tenía ni
siquiera una hora libre, me reduje a un estado de extrema debilidad, la boca se apretaba de tal
modo que no la podía abrir y en algún momento libre que tenía apenas algunas gotas de algún
líquido podía tomar, si es que lo conseguía, y después era obligada a devolverlo por los
continuos vómitos que he tenido siempre. Después de que estuve como dieciocho días en este
estado continuo, se mandó llamar al confesor para confesarme. Cuando vino el confesor me
encontró en ese estado de letargo. Cuando me recuperé me preguntó qué cosa tenía, solamente
le dije, callando todo el resto, y como continuaban las molestias de los demonios y las visitas de
Nuestro Señor, entonces le dije: “Padre, es el demonio”. Él me dijo que no tuviera miedo, porque