(109) “Hija, mira lo que me hacen los hombres; en estos tristes tiempos es tanta su soberbia
que han infestado todo el aire, y es tanta la peste que por todas partes se esparce, tanto, que
ha llegado hasta mi trono en el empíreo. Hacen de tal modo que ellos mismos se cierran el Cielo;
los miserables, no tienen ojos para ver la verdad porque están ofuscados por el pecado de la
soberbia, con el cortejo de los demás vicios que llevan consigo. Ah, dame un alivio a tan acerbos
dolores y una reparación a tantas ofensas que me hacen”.
(110) Diciendo esto se quitó la corona, que no parecía corona sino toda una madeja, de
modo que ni siquiera una mínima parte de la cabeza quedaba libre, sino que toda era traspasada
por aquellas espinas. Mientras se quitó la corona se acercó a mí y me preguntó si la aceptaba.
Yo me sentía tan aniquilada, sentía tales penas por las ofensas que se le hacen, que me sentía
destrozar el corazón y le dije: “Señor, haz de mí lo que quieras”. Y así lo hizo y me la hundió
sobre mi cabeza y desapreció.
(111) ¿Quién puede decir el dolor que sentí al volver en mí misma? A cada movimiento de
la cabeza creía expirar, tantos eran los dolores, las pinchaduras que sentía en la cabeza, en los
ojos, en las orejas, detrás en la nuca, aquellas espinas me las sentía penetrar hasta en la boca,
y ésta se me apretaba de tal modo que no podía abrirla para tomar el alimento, y estaba a veces
dos y a veces tres días sin poder tomar nada. Cuando de algún modo se mitigaban, sentía
sensiblemente una mano que me oprimía la cabeza y me renovaba las penas, y a veces eran
tantos los dolores que perdía los sentidos. Al principio esto sucedía algunos días sí y otros no,
de vez en cuando se repetía tres o cuatro veces al día, a veces duraba un cuarto de hora, otras
veces media hora y otras una hora, y después quedaba libre, sólo que me sentía muy débil y
sufriente, en la medida en que en aquel estado de adormecimiento me habían sido comunicadas
las penas, así quedaba más o menos sufriente.
(112) Recuerdo también como algunas veces por los sufrimientos de la cabeza, como dije
arriba, no podía abrir la boca para tomar el alimento, y como la familia sabía que no tenía ganas
de estar en el campo, cuando veían que no comía lo atribuían a un capricho mío, y naturalmente
se enojaban, se inquietaban y me reprendían. Mi naturaleza quería resentirse por esto, porque
veía que no era verdad lo que ellos decían, pero el Señor no quería este resentimiento, y he
aquí como sucedió:
(113) Una noche, mientras estábamos a la mesa y yo en este estado de no poder abrir la
boca, la familia empezó a inquietarse, yo lo sentía tanto que comencé a llorar, y para no ser vista
me levanté y me fui a otra habitación para seguir llorando, y le pedía a Jesucristo y a la Virgen
Santísima que me dieran ayuda y fuerza para soportar esa prueba, pero mientras esto hacía
sentí que empezaba a perder los sentidos. ¡Oh Dios, qué pena el solo pensar que la familia me
vería, siendo que hasta entonces no lo había advertido! Mientras estaba en esto le decía: “Señor,
no permitas que me vean”. Y yo tenía tal vergüenza de que me vieran, aunque no sé decir por
qué, y trataba por cuanto más podía de esconderme en lugares donde no podía ser vista; cuando
era sorprendida imprevistamente por ese estado, de modo que no tenía tiempo de esconderme
o al menos de arrodillarme, porque en la posición en que me encontraba así quedaba, y podrían
decir que estaba rezando, entonces me descubrían. Mientras perdí los sentidos se hizo ver
Nuestro Señor en medio de muchos enemigos que le lanzaban toda clase de insultos,
especialmente lo agarraban y lo pisoteaban bajo los pies, lo blasfemaban, le jalaban los cabellos;
me parecía que mi buen Jesús quería huir de debajo de aquellos fétidos pies e iba buscando
una mano amiga que lo liberara, pero no encontraba a nadie. Mientras esto veía, yo no hacía
otra cosa que llorar sobre las penas de mi Señor, hubiera querido ir en medio de esos enemigos,
tal vez podría liberarlo, pero no me atrevía y le decía: “Señor, hazme participar en tus penas.
¡Ah, si pudiera aliviarte y liberarte!” Mientras esto decía, aquellos enemigos, como si hubieran
entendido, se venían contra mí, pero tan enfurecidos que empezaron a golpearme, a jalarme los
cabellos, a pisotearme, yo tenía gran temor, sufría, sí, pero dentro de mí estaba contenta porque
veía que daba al Señor un poco de tregua. Después aquellos enemigos desaparecían y yo