que no podía rezar, a veces era tanto el temor, que creyendo librarme me iba a acostar en la
cama, (porque estos escándalos sucedían la mayor parte en la noche) pero también ahí seguían
jalándome la almohada, las cobijas. ¿Pero quién puede decir el espanto, el temor que sentía?
Yo misma no sabía dónde me encontraba, si en la tierra o en el infierno; era tanto el temor de
que en verdad me llevaran, que mis ojos no podían cerrarse al sueño; estaba como uno que
tiene un cruel enemigo que ha jurado que a cualquier costo le debe quitar la vida, y creía que
esto me sucedería en cuanto cerrara los ojos; así que sentía como si alguien me pusiera algo
dentro de los ojos, de modo que estaba obligada a tenerlos abiertos para ver cuando me debían
llevar, tal vez podría oponerme a lo que querrían hacer, entonces me sentía erizar los cabellos
sobre mi cabeza uno por uno, un sudor frío en todo mi cuerpo que me penetraba hasta los
huesos y me sentía desunir los nervios y los huesos, y se agitaban juntos por el miedo. Otras
veces me sentía incitar a tales tentaciones de desesperación y de suicidio, que alguna vez
habiéndome encontrado cerca de un pozo, o bien de un cuchillo, me sentía jalar para conducirme
dentro o bien tomar el cuchillo y matarme, y era tanta la fuerza que debía hacer para huir, que
sentía penas de muerte, y mientras huía, sentía que iban junto conmigo y oía sugerirme que
para mí era inútil el vivir después de haber cometido tantos pecados, que Dios me había
abandonado porque no había sido fiel; es más, veía que había hecho tantas infamias, que jamás
alma alguna en el mundo había cometido, que para mí no había más misericordia que esperar.
En el fondo de mi alma oía repetir: “¿Cómo puedes vivir siendo enemiga de Dios? ¿Sabes tú
quién es ese Dios a quien tanto has ultrajado, blasfemado, odiado? Ah, es ese Dios inmenso
que por todas partes te circundaba, y tú ante sus ojos te has atrevido a ofenderlo. Ah, perdido
el Dios de tu alma, ¿quién te dará paz? ¿Quién te librará de tantos enemigos?” Era tanta la pena
que no hacía otra cosa que llorar; a veces me ponía a rezar, y los demonios para acrecentar mi
tormento, los sentía venir encima de mí, y quien me golpeaba, quien me pinchaba, y quien me
apretaba la garganta. Recuerdo que una vez mientras rezaba, me sentí jalar los pies desde
abajo, abrirse la tierra y salir las llamas, y que yo caía dentro; fue tal el espanto y el dolor que
quedé medio muerta, tanto que para recuperarme de aquel estado tuvo que venir Jesús y me
reanimó, me hizo entender que no era verdad que había puesto la voluntad en ofenderlo, y que
yo misma lo podía saber por la pena amarguísima que sentía, que el demonio era un mentiroso
y que no debía hacerle caso, que por ahora debía tener paciencia en sufrir esas molestias, y
que después debía venir la paz. Esto sucedía de vez en cuando, cuando llegaba a los extremos,
y a veces para ponerme en más duros tormentos. En el momento de ese consuelo el alma se
convencía, porque ante esa luz es imposible que el alma no aprenda la verdad, pero después
cuando me encontraba en la lucha me encontraba en el mismo estado de antes.
(91) Me tentaba también a no recibir la Comunión, persuadiéndome de que después de que
había cometido tantos pecados, era un atrevimiento acercarme, y que si me atrevía, no
Jesucristo habría venido, sino el demonio, y que tantos tormentos me habría de dar, que me
daría la muerte, pero la obediencia la vencía, es verdad que a veces sufría penas mortales, así
que trabajosamente podía recuperarme después de la Comunión, pero como el confesor quería
absolutamente que la recibiera, no podía hacer de otro modo. Recuerdo que varias veces no la
recibí.
(92) También recuerdo que a veces mientras rezaba en la noche, me apagaban la lámpara;
a veces hacían tales rugidos de dar miedo; otras veces voces débiles, como si fueran
moribundos, ¿pero quién puede decir todo lo que hacían?
(93) Ahora, esta dura batalla, aunque no recuerdo muy bien, duró tres años, aunque había
días o semanas de intervalo, no que cesaran del todo, sino que empezaron a disminuir.
(94) Recuerdo que después de una Comunión, el Señor me enseñó el modo como debía
hacer para ponerlos en fuga, y era el despreciarlos y no prestarles ninguna atención, y que debía
hacer de cuenta como si fueran tantas hormigas. Me sentí infundir tanta fuerza que no sentía
más aquel temor de antes, y hacía así: Cuando hacían estrépito, rumores, les decía: “Se ve que
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