mío, la pena que más desgarra mi alma, es ver que también Tú debes dejarme. Ah, ¿a quién
podré decir alguna palabra, quién me debe enseñar? Pero sea hecha siempre tu Voluntad,
bendigo tu Santo Querer”. Y Él benignamente continuó diciéndome:
(89) “No te aflijas tanto, debes saber que jamás permitiré que te tienten más allá de tus
fuerzas, si esto lo permito es para tu bien, jamás pongo a las almas en la batalla para hacer que
perezcan, primero mido sus fuerzas, les doy mi gracia y después las introduzco, y si alguna alma
se precipita, es porque no se mantiene unida a Mí con la oración, no sintiendo más la sensibilidad
de mi Amor van mendigando amor de las criaturas, mientras que sólo Yo puedo saciar el corazón
humano, no se dejan guiar por el camino seguro de la obediencia, creyendo más en el juicio
propio que en quien las guía en mi lugar, entonces, ¿qué maravilla si se precipitan? Por eso lo
que te recomiendo es la oración, aunque debieras sufrir penas de muerte, jamás debes
descuidar lo que acostumbras hacer, es más, cuanto más te veas en el precipicio, tanto más
invocarás la ayuda de quien puede liberarte. Además, quiero que te pongas ciegamente en las
manos del confesor, sin examinar lo que te viene dicho, tú estarás circundada de tinieblas y
serás como uno que no tiene ojos y que necesita de una mano que lo guíe, el ojo para ti será la
voz del confesor que como luz te iluminará las tinieblas, la mano será la obediencia que te será
guía y sostén para hacerte llegar a puerto seguro. La última cosa que te recomiendo es el valor,
quiero que con intrepidez entres en la batalla, la cosa que más hace temer a un ejército enemigo
es ver el coraje, la fortaleza, el modo con el cual desafían los más peligrosos combates, sin
temer nada. Así son los demonios, nada temen más que a un alma valerosa, toda apoyada en
Mí, que con ánimo fuerte va en medio a ellos no para ser herida, sino con la resolución de herirlos
y exterminarlos; los demonios quedan espantados, aterrados y quisieran huir, pero no pueden,
porque atados por mi Voluntad, están obligados a estarse para su mayor tormento. Así que no
temas de ellos, que nada pueden hacerte sin mi Querer. Y además, cuando te vea que no
puedes resistir más y estés a punto de desfallecer, si me eres fiel inmediatamente vendré y
pondré a todos en fuga y te daré gracia y fortaleza. ¡Ánimo, ánimo!”.
Pelea con el demonio.
(90) Ahora, ¿quién puede decir el cambio que sucedió en mi interior? Todo era horror para
mí, aquel amor que antes sentía en mí, ahora lo veía convertido en odio atroz, qué pena el no
poderlo amar más. Me desgarraba el alma el pensar en aquel Señor que había sido tan bueno
conmigo, y ahora verme obligada a aborrecerlo, a blasfemarlo como si fuese el más cruel
enemigo, el no poderlo mirar ni siquiera en sus imágenes, porque al mirarlas, al tener rosarios
entre las manos, al besarlos, me venían tales ímpetus de odio, y tanta fuerza en contra, que
hacerlo y reducirlos a pedazos era lo mismo, y a veces hacía tanta resistencia, que mi naturaleza
temblaba de pies a cabeza. ¡Oh Dios, qué pena amarguísima!” Yo creo que si en el infierno, no
hubiera otras penas, la sola pena de no poder amar a Dios formaría el infierno más horrible.
Muchas veces el demonio me ponía delante las gracias que el Señor me había hecho, ahora
como un trabajo de mi fantasía y por eso poder llevar una vida más libre, más cómoda; y ahora
como verdaderas, y me decían: “¿Esto es lo bien que te quería? Esta es la recompensa, que te
ha dejado en nuestras manos, eres nuestra, eres nuestra, para ti todo ha terminado, no hay más
que esperar”. Y en mi interior me sentía poner tales ímpetus de aversión contra el Señor y de
desesperación, que algunas veces teniendo alguna imagen entre las manos, era tanta la fuerza
del desprecio que las rompía, pero mientras esto hacía, lloraba y las besaba, pero no sé decir
como era obligada a hacerlo. ¿Quién puede decir el desgarro de mi alma? Los demonios hacían
fiesta y reían, unos hacían ruido desde un lugar, otros lo hacían desde otro, unos hacían
estrépitos, otros me ensordecían con gritos diciendo: “Mira como eres nuestra, no nos queda
otra cosa más que llevarte al infierno, alma y cuerpo, verás que lo haremos”. A veces me sentía
jalar, ahora los vestidos, ahora la silla donde estaba arrodillada y tanto la movían y hacían ruido
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