tanto sufrí, y quién eres tú vilísima criatura, ah, tu corazón no osará oponerse a los golpes, a la
cruz, que Yo sólo por tu bien le tengo preparada. Más bien al sólo pensar que Yo, tu maestro,
he sufrido tanto, tus penas te parecerán sombras comparadas con las mías, el sufrir te será
dulce y llegarás a no poder estar sin sufrimientos”.
(64) Mi naturaleza temblaba al solo pensar en los sufrimientos, le pedía que Él mismo me
diera la fuerza, porque sin Él, me habría servido de sus mismos dones para ofender al donador.
Entonces me puse toda a meditar la Pasión, y esto hizo tanto bien a mi alma, que creo que todo
el bien me ha venido de esta fuente. Veía la Pasión de Jesucristo como un mar inmenso de luz,
que con sus innumerables rayos me herían toda, esto es, rayos de paciencia, de humildad, de
obediencia y de tantas otras virtudes; me veía toda rodeada por esta luz, y quedaba aniquilada
al verme tan desemejante de Él. Aquellos rayos que me inundaban eran para mí otros tantos
reproches que me decían:
(65) “Un Dios paciente, ¿y tú? Un Dios humilde y sometido aun a sus mismos enemigos,
¿y tú? Un Dios que sufre tanto por amor tuyo, y tus sufrimientos por amor suyo, ¿dónde están?”
(66) A veces Él mismo me narraba las penas sufridas por Él, y quedaba tan conmovida que
lloraba amargamente. Un día, mientras trabajaba, estaba considerando las penas acerbísimas
que sufrió mi buen Jesús, mi corazón me lo sentía tan oprimido por la pena, que me faltaba la
respiración; temiendo que me sucediera algo quise distraerme asomándome al balcón, vi hacia
la calle, pero, ¿qué veo? Veo la calle llena de gente, y en medio a mi amante Jesús con la cruz
sobre la espalda; quien lo empujaba por un lado y quien por el otro, todo agitado, con el rostro
chorreando sangre, que levantaba los ojos hacia mí en actitud de pedirme ayuda. ¿Quién podrá
decir el dolor que sentí, la impresión que hizo sobre mi alma una escena tan lastimera?
Rápidamente entré en mi habitación, yo misma no sabía dónde me encontraba, el corazón me
lo sentía despedazar por el dolor, gritaba y llorando le decía: “¡Jesús mío, si al menos te pudiera
ayudar, te pudiese liberar de esos lobos tan enfurecidos! ¡Ay! al menos quisiera sufrir esas penas
en lugar tuyo para dar alivio a mi dolor. Ah, mi Bien, dame el sufrir, porque no es justo que Tú
sufras tanto y yo, pecadora, esté sin sufrir”.
Deseo de sufrir.
(67) Desde entonces, recuerdo que se encendió en mí tanto deseo de sufrir que no se ha
apagado hasta ahora. Recuerdo también que después de la Comunión le pedía ardientemente
que me concediera el sufrir, y Él, a veces para contentarme me parecía que tomaba las espinas
de su corona y las clavaba en mi corazón; otras veces sentía que tomaba mi corazón entre sus
manos y lo estrechaba tan fuerte, que por el dolor sentía que perdía los sentidos. Cuando
advertía que las personas se podrían dar cuenta de algo, y a Él dispuesto a darme estas penas,
pronto le decía: “Señor, ¿qué haces? Te pido que me des el sufrir, pero que nadie se dé cuenta”.
Durante algún tiempo me contentó, pero mis pecados me hicieron indigna de sufrir ocultamente,
sin que nadie se diera cuenta.
(68) Recuerdo que muchas veces después de la Comunión me decía: “No podrás
verdaderamente asemejarte a Mí sino por medio de los sufrimientos. Hasta ahora he estado
junto a ti, ahora quiero dejarte sola un poco, sin hacerme sentir. Mira, hasta ahora te he llevado
de la mano, enseñándote y corrigiéndote en todo, y tú no has hecho otra cosa que seguirme.
Ahora quiero que hagas por ti misma, pero más atenta que antes, pensando que te estoy
mirando fijamente, pero sin hacerme sentir, y que cuando vuelva a hacerme sentir vendré,o para
premiarte si me has sido fiel, o para castigarte si has sido ingrata”.
(69) Quedaba tan espantada y abatida por esta noticia, que le decía: “Señor, mi todo y mi
vida, ¿cómo podré subsistir sin Ti, quién me dará la fuerza? Cómo, después que me has hecho
dejar todo, de modo que siento como si nadie existiera para mí, me quieres dejar sola y