olvidar rápidamente el haber estado en el infierno, tanto, que ni siquiera he pedido perdón a
Jesús. Las potencias interiores, humilladas, cansadas como estaban, parecía que se reposaban
en Él; todo era silencio, por ambas partes no había más que alguna mirada amorosa con la que
nos heríamos el corazón uno al otro. Después de haber estado por algún tiempo es este
profundo silencio, Jesús me ha dicho:
(3) “Hija mía, tengo hambre, dame alguna cosa”.
(4) Y yo: “No tengo nada que darte”. Pero en ese mismo instante he visto un pan y se lo he
dado, y parecía que Él con todo gusto se lo comía. Ahora, en mi interior iba diciendo: “Hace ya
algunos días que no me dice nada”. Y Jesús ha respondido a mi pensamiento:
(5) “A veces el esposo se complace en tratar con su esposa, confiarle sus más íntimos
secretos; otras veces se deleita con más gusto en descansar y en contemplarse mutuamente su
belleza, mientras que el hablar impide el reposarse, y el solo pensamiento de lo que se debe
decir o de qué cosa se debe tratar, no deja poner atención en ver la belleza del esposo y de la
esposa, pero sin embargo esto sirve, porque después de haberse reposado y comprendido de
más su belleza, vienen a amarse más y con mayor fuerza salen para trabajar, tratar y defender
sus intereses. Así estoy haciendo contigo, ¿no estás contenta?”
(6) Después de esto, un pensamiento me ha relampagueado en la mente, acerca de la hora
pasada en el infierno y súbito he dicho: “Señor, perdóname cuantas ofensas te he hecho”.
(7) Y Él: “No quieras afligirte ni turbarte, soy Yo quien conduce al alma hasta en lo profundo
del abismo, para poder después conducirla más rápido al Cielo”.
(8) Después me hizo comprender que aquel pan que encontré en mí no era otra cosa que la
paciencia con la cual había soportado esa hora de sangrienta batalla, así que la paciencia, la
humillación, el ofrecimiento a Dios de lo que se sufre en tiempo de tentación, es un pan
sustancioso que se da a Nuestro Señor y que Él acepta con mucho gusto.
+ + + +
2-79
Octubre 1, 1899
Jesús habla con amargura de los abusos de los sacramentos.
(1) Esta mañana Jesús seguía haciéndose ver en silencio, pero con un aspecto afligidísimo,
y tenía clavada en la cabeza una tupida corona de espinas; mis potencias interiores las sentía
en silencio y no se atrevían a decir una sola palabra; viendo que sufría mucho en la cabeza he
extendido mis manos y poco a poco le he quitado la corona, pero, ¡qué acerbo espasmo sufría,
cómo se abrían las heridas y la sangre corría a ríos! A decir verdad era cosa que desgarraba el
alma. Después de haberle quitado la corona de espinas la he puesto sobre mi cabeza, y Él
mismo ayudaba a que penetrara bien, pero todo era silencio por ambas partes. Pero cuál ha
sido mi asombro, porque poco después lo he mirado de nuevo y le estaban poniendo otra corona
de espinas con las ofensas que le hacían. ¡Oh perfidia humana! ¡Oh incomparable paciencia de
mi Jesús, cuán grande eres! Y Jesús callaba y casi no los veía para no saber quiénes eran sus
ofensores. Entonces de nuevo se la he quitado, y avivándose todas mis potencias interiores por
una tierna compasión, le he dicho:
(2) “Amado Bien mío, dulce vida mía, ¿dime por qué no me dices nada? No ha sido jamás tu
costumbre esconderme tus secretos. ¡Ah!, hablemos un poco, así desahogaremos un poco el
dolor y el amor que nos oprime”.
(3) Y Él: “Hija mía, tú eres el alivio en mis penas. Sin embargo debes saber que no te digo
nada porque tú me obligas siempre a no castigar a las gentes, quieres oponerte a mi justicia, y
si no hago como tú quieres quedas descontenta y Yo siento una pena de más, o sea el no tenerte
contenta, así que para evitar disgustos por ambas partes mejor hago silencio”.