2-67
Agosto 31, 1899
El confesor da la obediencia de rechazar a Jesús y no hablar con Él.
(1) Habiendo dado el confesor la obediencia de que cuando viniera Jesús debía decir: “No
puedo hablar, aléjate”. Yo lo he tomado como una broma, no como obediencia formal, por eso
cuando ha venido Jesús, casi no tomando en cuenta la orden recibida, he osado decirle: “Mi
buen Jesús, mira un poco lo que quiere hacer el padre”.
(2) Y Él me ha dicho: “Hija, abnegación”.
(3) Y yo: “¡Pero Señor, la cosa es seria: se trata de que no debo quererte! ¿Cómo puedo
hacerlo?”
(4) Y Él, por segunda vez: “Abnegación”.
(5) Y yo: “¡Pero Señor! ¿Qué dices? ¿Crees Tú que pueda estar sin Ti?”
(6) Y Él por tercera vez: “Hija mía, abnegación”.
(7) Y ha desaparecido. ¿Quién puede decir cómo he quedado al ver que Jesús quería que me
dispusiera a la obediencia?
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2-68
Septiembre 1, 1899
Continúa la obediencia, pero un poco más moderada.
(1) Habiendo venido el confesor me ha preguntado si había cumplido la obediencia, y
habiéndole dicho lo que había pasado, ha renovado la obediencia de que no debía
absolutamente hablar con Jesús, mi solo y único consuelo, y que debía despedirlo si venía. Y
he aquí que habiendo entendido que la obediencia que se me daba era verdadera, en mi interior
he dicho el “Fiat Voluntas Tua” también en esto; pero, ¡oh, cuánto me cuesta y qué cruel martirio!
Siento como un clavo clavado en el corazón, que me lo traspasa de lado a lado; y como mi
corazón está habituado a pedir y desear a Jesús continuamente, tanto, que así como es continuo
el respirar y el latir, así me parece que es continuo el desear y querer a mi único Bien, así que
querer impedir esto sería lo mismo que querer impedir a alguien el respirar y el latir del corazón,
¿cómo se podría vivir? Sin embargo se necesita hacer prevalecer la obediencia. ¡Oh Dios, qué
pena, qué desgarro tan atroz! ¿Cómo impedir al corazón que pida su misma vida? ¿Cómo
frenarlo? La voluntad se ponía con toda su fuerza a frenarlo, pero cómo se necesitaba continua
y gran vigilancia, de vez en cuando se cansaba y se distraía y el corazón hacía su escapada y
pedía a Jesús; la voluntad dándose cuenta de esto se ponía con mayor fuerza a frenarlo, pero
era vencida frecuentemente; por lo que me parecía que hacía continuos actos de desobediencia.
¡Oh, en qué contrastes, qué sangrienta guerra, qué agonías mortales sufría mi pobre corazón!
Me encontraba en tales estrecheces y en tales sufrimientos, que creía que se me iba la vida, no
obstante esto hubiera sido un consuelo para mí si pudiese morir, pero no, y lo que era peor era
que sentía penas de muerte, pero sin poder morir.
(2) Entonces, después de haber derramado lágrimas amarguísimas todo el día, en la noche,
encontrándome en mi habitual estado, mi siempre benigno Jesús ha venido, y yo, obligada por
la obediencia le he dicho: “Señor, no vengas, porque la obediencia no quiere”.
(3) Y Él compadeciéndome y queriéndome fortalecer en los sufrimientos en los que me
encontraba, con su mano creadora ha marcado mi persona con un signo grande de cruz y me
ha dejado.